El evento más trascendental del año estaba previsto para diciembre en la perla danesa de Copenhague. Estaba previsto que aquí se decida sobre el futuro de nuestro planeta. La XV Conferencia Internacional sobre el Cambio Climático organizada por la ONU tenía la ambición de fijar un acuerdo para el relevo del Protocolo de Kioto que expira en el 2012.
Desde 2007 se planificó que sea en esta reunión donde se adopte un acuerdo marco para fijar los límites de emisión de gases de efecto invernadero. Para tener una idea de su importancia, Wallstrôm, la Vicepresidenta de la Comisión Europea, Robinson, la ex Presidenta de Irlanda, y Harlem Brundtland, la ex Presidenta de Noruega, declararon conjuntamente que: “Copenhague representa probablemente la última oportunidad a nivel mundial de controlar el cambio climático antes de que sea demasiado tarde… Copenhague debe ser el fin y el principio. Cuando los historiadores analicen lo sucedido en Copenhague, deberían poder decir qué marcó el final de las promesas huecas y el inicio de un cambio fundamental”.
Pues bien, en Estados Unidos, tras la iniciativa de reforma sanitaria y otras medidas polémicas, se ha lanzado el debate sobre si la hermosa ebriedad de la Obama-manía ya ha dado paso a un Obama-chuchaqui. Pues bien, después del baldazo de agua fría que los mandatarios de China y Estados Unidos han lanzado sobre la Cumbre de Copenhague, es legítimo preguntarse si ese chuchaqui no es ya un malestar global.
Frente a los estudiantes en Shanghái, Obama solventemente declaró que “EE.UU. y China deben dar pasos decisivos en contra del cambio climático”. Mientras que unos pocos días atrás anunció, refiriéndose a la Cumbre, que es demasiado temprano como para que su país pueda asumir compromisos concretos con respecto al cambio climático.
¡Qué horrible resaca da escuchar de Obama una manipulación de lenguaje propia de las peores épocas republicanas! Este malestar es aún más fuerte al considerar la emoción global que se tuvo cuando el régimen de Bush partió; puesto que fueron muchas las voces que pensaban que la posición displicente de EE.UU. con respecto a Kioto se debía a su líder.
Precisamente, una de las ilusiones que Obama trajo era un cambio en políticas ecológicas. La sorpresa no viene de China, puesto que se sabía que por cuestiones de desarrollo y pobreza, este país difícilmente llegaría a un acuerdo. Pero ahora, sin los dos países más contaminantes del mundo dispuestos a llegar a un acuerdo, Copenhague parece quedar vacío de sentido. Ahora, uno de los eventos más prometedores de la década queda exánime antes de haber comenzado; es justo preguntarse si no nos emborrachamos antes de hora.