Edwin Alcarás. Redactor
Nicolás ‘El chaval’ García encontró en el teatro lo que la vida le negó. En la adolescencia se le metió en el alma un sueño imposible: caminar en un paseíllo taurino vestido de luces. Se veía a sí mismo con el mentón levantado y lustroso, el pecho erguido, el capote doblado sobre el brazo y los ojos firmes en el infinito.
El asistente logístico del Teatro Sucre, conocido por ser quien recibe los boletos siempre ataviado con un impecable frac negro, un corbatín y un sombrero de copa, acarició ese sueño por más de 40 años. Incluso ahora, con 61 años cumplidos, las pupilas de ‘El chaval’ tiemblan cuando aparece el recuerdo.
Hoja de vida
Nació en el barrio de La Colmena el 9 de marzo de 1949. Se trasladó a los nueve a la casa de El Placer en la que todavía vive.
A los 13 años abandonó el colegió Don Bosco y se empleó en una mecánica. Allí aprendió el oficio de la cerrajería de precisión.
A los 25 años contrajo matrimonio con Yolanda Unda. Procreó tres hijos Cristina, Nicolás y Andrés.
Mantuvo un local en la avenida 24 de Mayo durante 35 años hasta que lo contrataron de planta en el Teatro Nacional Sucre.
Pese a que su pequeña estatura ( 1, 60 m) lo alejaba de su deseo, un día, cuando la producción del Sucre montaba la ópera ‘Carmen’ fue necesaria una cuadrilla de toreros para una escena. Entonces fue el turno de ‘El chaval’, a quien le calzó perfecto el papel de matador, aunque le tuvieron que poner entre dos personas la taleguilla (esos mínimos pantalones de torero).
“Y no solo fue en la escena -dice. También recibía a la gente en la puerta del teatro vestido de luces. Desde varias cuadras me reconocían y varios se reían. Yo lo disfrutaba porque quería ponerme ese traje desde muchacho. Yo era la imagen del teatro”.
Fue de Julio Bueno, a la sazón director del Teatro Sucre, la idea de vestir de frac al “chavalito”. “Queríamos dar una excelente imagen desde la entrada. Como yo sabía que el ‘chavalito’ es un ser humano excepcional y libre de complejos, le mandamos a confeccionar un frac y lo pusimos en la puerta”.
El asistente trabaja en el Sucre desde su reapertura en 2003, pero su vinculación con el mundo del espectáculo viene de hace más de 35 años. Siempre detrás de la escena, entre cables, cajas e instrumentos, como un personaje anónimo y risueño cuyo trabajo, pese a no ser visible, es clave para los espectáculos.
Ser utilero es un trabajo duro. Significa cargar equipos, tener siempre a mano botellitas de agua y toallas, disponer los instrumentos sobre el escenario. Buscar acometidas de electricidad, estar pendiente de las súbitas improvisaciones de los artistas, meter todo de nuevo al final y los músicos se van a descansar a sus hoteles o a buscar la noche…
Y también significa hacer todo eso sin que el público lo sepa. Hay que tener una vocación inconmovible para mantenerse en ese oficio y, en el caso de Nicolás García, además una sincera alegría de servir. Esas condiciones le han ganado la consideración de varios de los más reconocidos músicos nacionales.
Hugo Idrovo, por ejemplo, fue uno de los primeros que lo invitó a trabajar formalmente como su utilero y asistente en escena. “Con su acento costeño me decía -recuerda ‘el chaval’- pásame la negra (por una guitarra de ese color que tenía) o pásame la flaca… y uno tenía que estar pilas para que nada se retrasara y el Hugo se sintiera bien. Es que ese es el trabajo del utilero, hacer sentir bien al músico”.
En el caso de Idrovo la fórmula profesional funcionó perfectamente. No tanto por lo que ‘el chaval’ hacía sino por lo que dejaba de hacer. Dice Idrovo: “Nicolás sabía respetar el tiempo que yo necesito para interiorizarme antes de un concierto. No te molestaba con preguntas ni te distraía. Nunca lo vi compungido ni enojado”.
Y pese a ese tacto, ‘el chaval’ también es un hombre curioso y, de algún modo, aventurero. Esa constante búsqueda de lo nuevo lo llevó al servicio militar. “No me querían recibir porque pensaban que era un niño. Claro, si era como un chaval mismo, nadie creía que era mayor de edad. Me tocó esconderme en el bus. Cuando llegamos, el oficial me quería devolver a mi casa pero yo me empeciné. Me preguntó si iba a aguantar. Yo le dije que sí, y claro que aguanté. Nueve meses (risas)”.
Es probable que esa curiosidad le venga de una experiencia poco común que le deparó la niñez. “Yo estuve internado desde que nací hasta los cinco años en el Orfanato de las religiosas del Buen Pastor porque mi madre murió cunado yo nací y mi padre no supo qué hacer conmigo. Bueno, a los cinco años me retiró y me llevó a la casa. Y fue la sorpresa más grande que me he llevado en mi vida”.
No era para menos. La honorable casa paterna –el paradigma moral de un niño huérfano- fungía en las noches de una boyante casa de citas. Al niño recién venido no le estaba permitido acercarse al salón principal pero sus ojos inocentes maduraron rápidamente mientras veía pasar a las exuberantes empleadas del negocio paterno. “A veces, como las maderas secas se retorcían y dejaban hendijas yo me acercaba calladito para espiar”. Es posible que desde esa época se le haya quedado el gusto por apreciar los shows desde atrás, en el anonimato de su estatura, gozando en silencio y presto para cualquier cambio sobre la marcha.
Su expresión divertida y tranquila, su personalidad y su carisma invitan pronto a la conversación a la carcajada y a la infidencia. “Siempre fui amiguero. Me gusta conversar con la gente y que te saluden por la calle”.
El productor Ramiro ‘El negro’ Acosta, quien lo conoce desde hace 25 años, da fe de esa popularidad. “Si caminas con él te das cuenta de cómo es. En cada esquina alguien lo saluda o se acerca a darle la mano”. Para el productor y sonidista la principal virtud de García es su personalidad activa y servicial. “Es una mezcla perfecta para una persona que se dedica a su oficio. Ha trabajado con Margarita Laso, con Quimera, con los Kjarkas, con Altiplano de Chile, y con muchos otros músicos con muy buenas relaciones”.
La vocación de utilero fue, más bien, una revelación. Una noche después de ver tocar al grupo Altiplano, de Chile, que se refugió en Ecuador en 1979 supo que debía abandonar el grupo de música protesta, Kaparin Huaccha, en el que había tocado el bombo y las zampoñas. Luego, al final de una presentación de los Altiplano se presentó sin más y empezó a ayudar a meter los instrumentos en las cajas y a trabar conversación con los músicos.
Al principio lo vieron con un poco de desconfianza pero, como manos es lo que más hace falta, le siguieron la corriente. En el siguiente concierto se volvió a presentar con la misma sonrisa y entusiasmo. Luego ya lo buscaban y, a fuerza de paciencia, pronto empezaron a considerarlo parte del grupo.
Eso sí, su trabajo nocturno de utilero de cantantes nunca interrumpió su actividad diurna de mecánico de precisión con la que aseguró el sustento para su familia. “Arreglaba candados, sacaba copias de llaves, colocaba chapas… Tenía uno de eso locales que antes había en la 24 de Mayo. Lo mantuve toda mi vida hasta que nos reubicaron arriba, en San Roque”.
Con sus sesenta años a cuestas y su cuerpo menudo de ‘chaval’ Nicolás García es un hombre contento de lo que ha logrado. La utilería del teatro, esa oscuridad feliz desde la que ve la magia del arte, le dio aquello que no creía posible: caminar derecho y airoso en el paseíllo de la vida.