Juan Pablo Vintimilla
Redacción cuenca
Las historias que cuentan los celadores son inverosímiles, pero al escucharlas entre 80 000 tumbas adquieren sentido. El silencio, que solo se interrumpe con los propios pasos, el sonido de lechuzas y alguna caja musical a la que todavía le queda cuerda, parece conspirar para que la historia más descabellada suene como real.
José Criollo muestra una tumba en el área más antigua del Cementerio Patrimonial de Cuenca. Supone que hace 40 años allí fue enterrado un hombre que no estaba muerto (catalepsia) y por la noche se escuchaban golpes.
“Dicen que cuando se abrió la tumba ya había muerto y tenía el cuerpo destrozado por la desesperación de verse enterrado vivo”. No se atreve a confirmar la historia, pero tampoco la desmiente. Ocurrió antes de que él trabaje allí y el único que podría dar fe de ello yace a 50 metros de allí desde hace más de 10 años.
Criollo solo sabe que esas historias, junto a los búhos y lechuzas que hacían ruidos desde los árboles, le hacían pasar sus noches de guardia con los pelos de punta. “Solo había ocho focos de 100 ó 150 vatios alumbrando”.
Ahora hay más de 20 postes de alumbrado público, pero incluso con esa luz el área antigua es funesta. Allí, como en una ciudad cualquiera, los ricos tienen su espacio y los pobres el suyo.
Los primeros tienen tumbas con ángeles de tamaño natural tallados en mármol y áreas familiares, obeliscos, mausoleos… Al lado están los pobres a los que solo una piedra o una cruz de hierro semienterrada y con un nombre escrito a mano dan fe del sitio donde descansan sus restos.
Es el entorno perfecto para escuchar y creer historias. Se dice que hace años (nadie sabe cuántos) en la noche salía una mujer desnuda y asustaba a los taxistas. O que había una familia que embalsamó el cuerpo de su familiar y cada mes cumplía la tétrica rutina de cortarle el cabello y las uñas que seguían creciendo.
Nadie lo confirma o niega. Ni siquiera se atreven a dar un dato sobre la inauguración del cementerio. Su administrador, René Tello, calcula que son 100 ó 120 años. Lo que él sabe es que desde 1999 todo está en orden porque lo que era el cementerio municipal se convirtió en la Empresa Municipal de Cementerios y Exequias.
Eso y la convicción de que el verdadero peligro está en las calles parece ser lo único sobre lo que hay certezas. A pesar de esa convicción, Patricio Cuesta vivió las seis semanas más estresantes de su vida cuando en 1990 su compañía le envió a celar el cementerio por las noches.
Su misión era evitar que la gente cruzara los límites, en ese entonces señalados por un alambre de púas, para robar las tumbas. También había gente que los cruzaba para llorar a sus muertos.
Ahora nadie lo hace, tres guardias y un sistema de cámaras de vigilancia lo impiden…
-“ Te amé demasiado. ¿Por qué me dejaste?”.
Así gritaba a eso de las 23:00 del pasado lunes un ebrio colgado desde una valla de la zona nueva. El guardia Luis Rendón mueve la cabeza y señalando al sector dice: “Allá hay choros”.
Él y sus compañeros Germán Alvarado y Vicente Acurio conversan sobre lo que sea para matar la noche. Nada sobre espíritus, muerte, ni siquiera religión…
Parece que no quieren dar señas de su temor, “hay que tener miedo de los vivos”, repiten como una muletilla.
Lo que ni ellos pueden evitar es que las historias entren. José Criollo, de 54 años, está convencido de algo “las leyendas no surgen en el cementerio, sino en la calle y se alimentan aquí conforme se las repite”.