El desfile del Carnaval 2018 fue el sábado. Arrancó a las 10:00, desde la Tribuna del Sur. Hubo disfraces, danzas y más. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
Era una guerra campal. La batalla se libraba en La Marín. Un bando, conformado por al menos 30 guambras de La Tola, organizaba la estrategia más eficaz: sorprender al oponente y cercarlo por el occidente. El otro, un grupo de no menos de 20 jóvenes de San Agustín, planeaba la defensa.
Corría la década de 1940 en el Centro Histórico de Quito, y las personas encontraban en el Carnaval el mejor pretexto para soltar carcajadas, estilar al vecino y, de algún modo, medir fuerzas entre los barrios.
Así es como Efraín Cepeda, de 90 años, el último piropero de Quito, recuerda su juventud: esquivando baldes de agua mientras correteaba por las calles empedradas.
El que lograba quitarle los recipientes al otro barrio, ganaba. “Pero en realidad quien ganaba era la barriada, la vecindad. Hoy eso ya no se ve”, dice con la melancolía propia de quien extraña los años idos.
Patricio Guerra, cronista (e) de la ciudad, explica que el Carnaval no es una fiesta religiosa sino pagana. Su origen, aclara, viene de la Roma antigua, hace más de 2 000 años.
“Algunos dicen que era una especie de espacio de jolgorio, donde las cosas se trastocaban. Había, por ejemplo, cierta libertad para los esclavos”.
Así, el Carnaval abrió una brecha al desorden, a dar rienda suelta a los excesos. La autentica época en la que se permitía lo prohibido. Las demasías se desbordaban, no solo en cuanto a la diversión, sino a comida, bebida y baile.
Cuando llegó el cristianismo, chocó con esa forma de celebración pecaminosa, por lo que se instauró la Cuaresma como un tiempo de penitencia. Como se venían 40 días de ayuno y expiación, era lícito tener días de libertad previa.
En Quito hay documentos, sostiene Guerra, donde los religiosos se quejaban del Carnaval como una fiesta infame, donde el pecado estaba a la orden del día. Incluso, en la Compañía de Jesús trataron de exhibir la custodia con el Santísimo para apaciguar el desenfreno de la fiesta, cuenta.
Se empezó a jugar con agua por 1940. En los años 50, el encuentro era de balcón a balcón. Juan Loaiza, de 70 años, recuerda que a lo largo de la Benalcázar y en barrios como La Ronda, se jugaba con bombas y baldes. De casa a casa.
Según Loaiza, lo que nunca faltaba eran los cascarones, una envoltura redonda similar a un huevo, hecha con cera y rellena de agua de colonia.
En los años 60, las tinas llenas de bombas eran las protagonistas. En la Loma Grande, recuerda Cepeda, en el barrio De los Milagros, cerca de la Escuela Sucre, había una tienda donde se vendían bombas.
Él las compraba, se daba tiempo para llenarlas de agua, y las ponía en un balde. Luego enviaba a algún conocido a que entregara ese recipiente a alguna de las chicas del barrio con un mensaje: “Manda a decir Efraín que le espera en la esquina para jugar”. Así se iniciaba la fiesta, que era también, en algunos casos, un coqueteo.
Se mojaban hasta las 17:00. Entonces, una familia los invitaba a pasar a la casa, donde se servían canelas calientes y entre risas y anécdotas se secaban. También bailaban. Ponían música o cantaban, para devolver el calor al cuerpo.
Jugaban domingo, lunes, y martes. Pero el miércoles, puntuales, acudían a la iglesia, a recibir la ceniza. Jorge Moreno, historiador docente de la Universidad Católica, explica que el Carnaval llegó a América con los españoles, en el siglo XVI. Y conserva su característica: una época de desate.
Así, el Miércoles de Ceniza era la entrada a un mundo espiritual, que dejaba atrás el mundo material del Carnaval.
Para los años 80 y 90, el juego se tornó descontrolado. Abrían hidrantes, los bombazos no respetaban a adultos mayores ni a personas con bebés en brazos.
Los historiadores advierten que el juego mutó y que fue de algún modo suplantado por el picadillo, los desfiles, la espuma de Carnaval y los viajes.
Hoy la gente aprovecha esos días de descanso para compartir en familia, dice Moreno. Se dejó de lado el juego que bordeaba lo salvaje y se abrió espacio para el papel picado, las flores, los disfraces y las coreografías.
Las decenas de estudiantes tumbando vallas y sumergiéndose en la laguna de La Alameda, como ocurrió el viernes pasado, y las reinas que desfilaban en los carros alegóricos el sábado y terminaron empapadas, demuestran que el juego con agua no se ha erradicado por completo y que el alma del desenfreno sobrevive.
En contexto
Para este feriado, el Municipio de Quito organizó desfiles de comparsas en la parroquia de Calderón, en el sur y en el Centro de la ciudad. Además, se realizaron ferias de artesanías y de comidas tradicionales.