René Vargas Vera. La Nación, ArgentinaJunto a la multitud que seguirá despidiendo por meses y años al ídolo de América, quizá sea buena idea detenernos, apenas por un instante, y acercarnos, siquiera de puntillas, al corazón del cantante, del artista, del animal escénico.
Quizá sea justo el momento de empezar a separar lo que es paja del trigo.
Sandro, o Roberto Sánchez, no cultivó música y poesía de alto vuelo. Le bastaron melodías sencillas y letras cotidianas para pergeñar milagros libertarios de interpretación en la música popular.
El roquero a lo Elvis, convertido en cantante sentimental (decir romántico sería ofender a grandes plumas y partituras) vino, cantó y triunfó.
En ambos terrenos, Sandro fue insuperable, indiscutiblemente.
De la mano de un histrionismo caliente, que le brotó siempre por los cuatro costados, Sandro mostró y demostró ser dueño de una voz profunda, rotunda, de poderoso vibrato.
Una garganta de extraordinaria ductilidad para desgranar fraseos intensos, viscerales, enriquecidos por mil matices, por silencios elocuentes, por susurros irrepetibles. Sus seguidores lo saben.
Es decir, que Sandro de América fue dueño de algo peculiar: una musicalidad intrínseca, fuera de serie, la misma que se pide y exige a los mejores intérpretes de la música clásica y de la música popular, en cualquier parte del mundo.
Sea con melodramas de culebrón vespertino, sea con la alegría desbordante y desprejuiciada de la celebración dionisíaca, Sandro supo atrapar a los espectadores más disímiles al trazar su alucinante coreografía de torero o de cantaor andaluz con la gracia que solo tienen los elegidos.
Furtivas lágrimas, sonrisas encantadoras, espléndidas risotadas, eso era Sandro, al que llamaban ‘El Gitano’.
Y también guiños traviesos, miradas alegremente torvas, bufonadas a lo Raphael, mano erótica deslizada apenas, a lo Julio Iglesias, sobre la pelvis.
Despliegues de caminatas a lo Luis Miguel, trazos espasmódicos a lo Michael Jackson, todo cabía en su amplio repertorio histriónico.
Pero, hay que dejarlo claro, a ninguno de ellos imitó. Ni siquiera los emuló. Porque Sandro siempre quiso ser él mismo. Y lo fue.
A todo ello habrá que sumar la inteligencia de no creerse, en lo más mínimo, los dramas que representaba.
También tuvo la suprema sabiduría de burlarse de sí mismo, condición de seres humanos que rinden culto a la autenticidad. Porque son honestos de verdad. Porque así era Sandro de América.