Se ha denominado así, en las esferas gubernativas y políticas estadounidenses, a la divulgación masiva de documentos secretos del Departamento de Estado y del Pentágono hecha por la empresa informática “WikiLeaks”.
La “bomba cibernética” estalló el 28 de noviembre del año pasado cuando ella, tras interceptar, codificar y robar 391.831 documentos del Pentágono sobre la guerra de Irak y 251.287 documentos oficiales cursados por Internet entre el Departamento de Estado y sus embajadores en varios países, hizo públicos sus textos en “The New York Times”, “Der Spiegel”, “Le Monde”, “The Guardian” y “El País”.
Salieron a la luz pública comunicaciones electrónicas confidenciales dirigidas a Hillary Clinton por imprudentes embajadores norteamericanos que se refirieron en términos peyorativos, burlones o displicentes a gobernantes y líderes políticos de varios países, algunos de ellos aliados de los EE.UU. Lo cual puso en aprietos al gobierno norteamericano y a muchos otros gobiernos implicados en las informaciones interceptadas.
WikiLeaks está servida por miles de “hackers” regados por el mundo que con sus finas operaciones algorítmicas en la red rompen códigos cifrados y se introducen en las comunicaciones electrónicas secretas. Ellos se autodefinen como agentes apolíticos que persiguen el “primario y autodeclarado objetivo de denunciar a los regímenes opresivos de Asia, el exbloque soviético, África subsahariana y el Oriente Medio, y también para asistir a los pueblos de todas las regiones que anhelaran revelar los comportamientos antiéticos de sus gobiernos”.
“El Universal” de México llamó a WikiLeaks “la CIA del pueblo” y ella misma se autodenominó “la primera agencia de inteligencia del pueblo”. Otros dijeron que era una CIA al revés: espiaba a los Estados Unidos, le robaba información confidencial y, publicándola a los cuatro vientos, la ponía a disposición de sus enemigos. Pero hubo también quienes consideraron que WikiLeaks hacía un “periodismo alternativo” al proporcionar información a quienes deseaban enterarse de documentos secretos de algún país. El profesor Manuel Castells de la Universidad de Cataluña afirmó que ella era “una organización de comunicación libre, basada en el trabajo voluntario de periodistas y tecnólogos, como depositaria y transmisora de quienes quieren revelar anónimamente los secretos de un mundo podrido”.
Al margen de pudibundeces, debemos reconocer que no hay Estado que no haya acudido a la información diplomática. Una de las funciones tradicionales de los embajadores ha sido siempre enviar a sus gobiernos reseñas y opiniones sobre el país en que están acreditados y sus protagonistas políticos y económicos. Pero, en tratándose de la superpotencia, el escándalo que se armó en torno a las revelaciones de WikiLeaks fue mayúsculo.