Hace casi tres años, cuando voté por el entonces candidato Rafael Correa con la esperanza de que podía refrescar la chamuscada política, nunca pensé que poco más tarde debería usar esta columna para defender el derecho a la libertad de expresión y de opinión con la misma o mayor fuerza que la que otras personas y yo mismo tuvimos que utilizar en épocas pasadas que este Gobierno, en nombre del cambio, ofreció superar.
La manipulación descarada, la descontextualización de opiniones, la edición malintencionada, el uso de recursos gráficos y sonoros destinados a liquidar al enemigo, se usan como recurso político desde el retorno a la democracia, sobre todo en campañas electorales. Quienes tienen la suficiente edad para recordarlo, seguramente no olvidan la campaña de la derecha contra Jaime Roldós, ni los excesos a los cuales se llegó durante las campañas en las cuales terció Abdalá Bucaram.
Y seguramente tampoco han olvidado la marca de fábrica de las campañas que nacieron de canales vinculados al poder económico, cuando se trató de defender sus intereses. Todo ese tufo de algo que estaba podrido y presuntamente archivado, el hedor de las campañas sucias, se ha vuelto a respirar en estos días.
Hoy se quiere que los ecuatorianos digieran nuevos productos propagandísticos en nombre de la libertad de expresión que supuestamente defiende el Gobierno. Este pretende dictar cátedra de moral pública y olvida su obligación de garantizar el acceso a la información, respetar elementales normas de convivencia y, sobre todo, no violar los derechos que dice defender.
La coincidencia con el pasado no solo está en las visiones intolerantes. La coincidencia está en que detrás de estas ‘novedosísimas’ técnicas propagandísticas que jactanciosamente se quiere elevar a categoría de comunicación social, están los mismos cultores de la escuela que antes estuvo al servicio de otros clientes, sin que importara el signo político o el interés que se debía defender.
Ahora el producto es la revolución ciudadana, pero dado que los métodos de fabricación y el empaque son los mismos, finalmente lo poco que pudiera haber de original se mezcla en la misma despensa con todos aquellos gobernantes que también interpretaron mal el contenido de su mandato y terminaron convencidos de que los fines justifican los medios.
Suele decirse que quienes no son buenas personas no pueden ser buenos periodistas. Pero, obviamente, una mala persona tampoco puede ser buen presidente, buen médico o buen profesor. Al parecer, esa norma no se aplica a los estrategas que sienten que pueden ir más allá de la ética y se convierten en mercenarios de cualquier causa.
Los buenos muchachos, al fin y al cabo, no tienen que ocuparse de esas nimiedades: siempre, aquí o en cualquier otro país, incluso donde los gobernantes no creen en el mercado, habrá productos que vender.