Redacción Cultura
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Una imagen salta a cada momento en la conversación del pintor Miguel Betancourt. Es la imagen –casi sonora- que crea la palabra traslapar. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, ese verbo alude a la idea de “cubrir total o parcialmente algo con otra cosa”.
Las claves biográficas
El pintor nació en 1958 en Cumbayá. En ese entonces, dice, “había cinco casas contadas en el pueblo. De noche los árboles eran como fantasmas gigantescos que se extendían sobre la inmensidad de la oscuridad”.
En 1993, luego de varias exposiciones individuales, expone su obra en la XLV Exposición Internacional de Arte de la prestigiosa Bienal de Venecia.
Su más reciente exposición fue en el Centro Cultural Metropolitano de Quito, en 2004.
Para el artista, ese verbo es una especie de resumen o metáfora de su procedimiento creativo. “Es como las tejas de una casa antigua en la que una se superpone sobre otra, y esta sobre las siguiente. De la misma manera los conceptos, las ideas y las imágenes en mi obra se relacionan, se significan y se mixturan entre ellas de una etapa a otra”.
Por eso es posible encontrar en el más reciente Betancourt los indicios, las marcas de esos otros Betancourt que él fue antes.
Esa superposición conceptual y simbólica anima la más reciente muestra del pintor titulada ‘El bosque incesante’.
La exposición, abierta la semana pasada en la sala Gangotena-Michaux, de la Alianza Francesa de Quito (Eloy Alfaro y Rusia), está compuesta por dos momentos de la creación de Betancourt y abarca 20 años.
El primero tiene que ver con “la etapa en que estuve en una beca en Londres y, junto con mi deslumbramiento por ese mundo, empecé a representar los árboles en una muestra llamada ‘Selva ojival’. Era un recurso para mezclar mis influencias de ese momento con mi eterna inquietud por la naturaleza”.
En efecto, en 1988, el artista fue reconocido por el British Council con una beca para un posgrado en la Slade School of Fine Art, de la Universidad de Londres. Allí concibió muchos de los elementos gráficos y conceptuales de su estilo.
Uno de los elementos más llamativos de ese estilo es la amplitud cromática de su pincel. El escritor y crítico Julio Pazos observa que en
Betancourt, “los colores se han liberado de la naturaleza e inauguran en la percepción de los observadores inéditas experiencias”.
A la segunda parte pertenecen los trabajos que Betancourt ha desarrollado en los últimos cuatro años. El árbol es una figura simbólicamente capital, pero hay variantes de la primera fase.
Los rostros, por ejemplo. La resonancia estética que el rostro humano sugiere a Betancourt ha sido trabajado en cuadros como Flora y fauna en la cabeza femenina o Selva I. “Me interesaba relacionar esa perfección de un rostro con las formas del árbol y de la naturaleza. En esto tiene que ver un elemento gestual porque yo siempre dibujo en el piso y algo de esa fuerza gestual se queda en los cuadros”.
Los cuadros de ambas etapas establecen una especie de diálogo silencioso atravesado por 20 años de trabajo. Capas de color como capas que el tiempo ha ido traslapando (para usar su imagen) y que dejan indicios subrepticios o manifiestos. Uno de ellos es la figuración y desfiguración del árbol. Según Pazos: “La abstracción del árbol se involucra en forma de cabezas, de casas, etc… además los árboles vuelan y pierden sus raíces”.