Durante el recorrido de Obama por la aldea de Krün (Alemania), en compañía de Merkel, sostuvo, entre risas, que “nunca es un mal día para una cerveza y una salchicha blanca”. Foto: Daniel Karmann/EFE
El presidente de EE.UU., Barack Obama, y la canciller alemana, Angela Merkel, escenificaron este 7 de junio, cerveza en mano, su sintonía y amistad en la cumbre del G7 en los Alpes bávaros, una región remota e idílica tomada por extraordinarias medidas de seguridad.
Vestidos con sus mejores trajes regionales, impolutos y sonrientes, muchos de los 2 000 habitantes de la aldea de Krün, en la frontera entre Alemania y Austria, esperaban expectantes en la plaza mayor desde la mañana, en un trasunto alemán del “¡Bienvenido, Mister Marshall!”, la llegada de la caravana oficial.
“¡Gruss Gott!”, saludó nada más llegar un sonriente Obama en el dialecto local, provocando el aplauso y las risas casi nerviosas de los asistentes, cuyo pueblo entraba, de esta manera, en sus warholianos 15 minutos de fama.
Krün había sido elegido como la primera etapa del encuentro bilateral de Merkel y Obama, que aprovecharon las horas previas al arranque formal de la cumbre del G7 para mostrarse cercanos entre sí, pese a los malentendidos a causa del espionaje, y con el ciudadano corriente.
Obama, consciente de su papel, no dudó en bromear con los vecinos: “Tengo que reconocer que se me ha olvidado traer mis Lederhosen“, señaló en referencia de los pantalones de cuero cortos típicos de Baviera.
“La verdad”, prosiguió el Presidente estadounidense, “es que cuando me enteré de que Angela organizaría el G7 en Baviera, deseé que ocurriese durante el Oktoberfest. Pero bueno, nunca es un mal día para una cerveza y una salchicha blanca”, remató entre aplausos.
Tras su intervención, sobre las 11:00, Merkel y Obama se acercaron a unas típicas mesas corridas bávaras y allí brindaron con unas jarras de cerveza de medio litro y degustaron unos ‘pretzel‘ de grandes dimensiones. “Me encantaría quedarme”, fueron las últimas palabras de Obama antes de abandonar Krün rumbo al palacio de Elmau.
La cumbre del G7 ha sido sazonada con varios guiños más a Baviera, como las recepciones oficiales a los invitados, salpicadas con música y especialidades culinarias locales, o el paseo en un tradicional carruaje de caballos que realizaron el marido de Merkel, Joachim Sauer, y las esposas de los líderes del G7 que viajaron a Alemania.
Como un espejo, mientras las delegaciones extranjeras echaban un vistazo privilegiado a la vida local, los lugareños asisten, entre curiosos y perplejos, al apabullante despliegue de la cumbre y sus efectos colaterales: policías, manifestantes y periodistas.
En Garmisch-Partenkirchen, la mayor localidad de la zona, los trinos de los pájaros y el eventual paso de un tractor han sido reemplazados por las sirenas de los vehículos policiales, los pitos de las manifestaciones, el ajetreo de los equipos de televisión y el motor de los helicópteros que sobrevuelan a escasa altura.
El dispositivo policial para asegurar la reunión de los líderes de Estados Unidos, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Japón y Canadá movilizó a más de 22 000 agentes, más o menos la población de Garmisch-Partenkirchen.
Las calles de esta localidad están tomadas por la policía, algunas carreteras han sido cortadas e incluso se cerró el espacio aéreo en un radio de cien kilómetros en torno a Elmau para todo tipo de artefactos que no sean aviones comerciales, de avionetas a cometas, pasando por drones.
Decenas de tiendas de la localidad cerraron durante los días de la cumbre, algunas cubriendo sus escaparates con tablones de madera, por miedo a incidentes violentos como los que sucedieron en Fráncfort el pasado marzo a causa de la inauguración de la nueva sede del Banco Central Europeo.
Las protestas, que atraen a varios miles de críticos, lograron cortar carreteras de provincia y vías del tren de forma temporal, pero por el momento transcurren de forma, mayoritariamente, pacífica.