1971: el New York Times publica el secretísimo archivo del Pentágono sobre el papel de Estados Unidos en Indochina desde 1945 a 1968 (Informe McNamara). “El sigilo (la “discreción”, los “arcana imperii”) y el engaño, la deliberada falsedad y la pura mentira, utilizados como medios legítimos para el logro de fines políticos, nos han acompañado desde el comienzo de la Historia conocida”, dice Hannah Arendt al inicio de sus reflexiones sobre esos documentos en ‘Crisis de la República’. Ni la verdad ni la sinceridad son virtudes políticas. Arendt demuestra cómo la mentira, sobre todo la creada por los expertos (think tankers), devino en autoengaño y condujo a la derrota en Vietnam.
2003: invasión de Iraq, justificada por la supuesta vinculación entre Hussein y Al Qaeda, es decir, con las mentiras de Bush y Blair, como se demostró luego.
La diplomacia, que es parte de la política, a más de negociar para defender los intereses de las naciones, en la paz o en la guerra, tiene propósitos de inteligencia y contrainteligencia: información, desinformación, espionaje. Sería ingenuo desconocer que la combinación de intrigas, presiones, conspiraciones y actos cortesanos hace parte de la diplomacia. Esto sucede en política y en todos los conglomerados en que se disputa poder.
Casi nada hay de excepcional en lo que hasta hoy han difundido los cinco principales periódicos liberales del mundo, a quienes Wilileaks está trasladando los documentos secretos filtrados desde el Departamento de Estado. Casi nada que el lector asiduo y reflexivo de la prensa o que el espectador atento de cine y TV no hayan sospechado.
Cabe preguntar para qué servirá al equipo de Mrs. Clinton la información sobre el ADN de los candidatos de Paraguay o sobre la nariz de Evo. O corroborar la sospecha de presión de EUA sobre el Gobierno español para que intervenga sobre la justicia.
Desde siempre los diplomáticos han juzgado e informado sobre intereses económicos, gustos y salud de gobernantes y cortesanos, aliados o enemigos. No solo EUA. Los demás estados hacen lo mismo, sobre todo las otras potencias. De ahí la predecible prudencia del portavoz chino que sin gesticular dice: “No tenemos ningún comentario, nada cambia en nuestras relaciones”. O las muy predecibles reacciones histriónicas de Berlusconi y Chávez.
Conviene meditar, en cambio, sobre el derecho a la información, sobre las potencialidades de internet y sus límites. Y sobre algo que perturba: ¿cómo pueden los estados manejar con algún sentido común una masa dispersa, heterogénea y enorme de datos, que van del reporte de reuniones a opiniones de tira cómica? ¿Acaso el exceso de ‘información’ no será una bomba de tiempo con un impredecible potencial autodestructivo?