Andrade debuta con irreverencia

Byron Rodríguez V.
Editor de cultura

Se deja leer, deja sentir a sus personajes cálidos, solitarios, irreverentes: Miguel,  Clara y Juliana, sus mujeres; Castor, el amigo de adolescencia, los padres de Miguel.

Hay otros personajes bien trazados por el autor. Están ahí, inquietos, acezantes, en Quito, una ciudad agitada por la bohemia, por un hedonismo pasajero y a ratos trivial. A esos seres que deambulan por bares y casonas de Guápulo, como la célebre Casa Blanca, se los percibe vivos: El Niño Terror, inmenso (pasa de los dos metros), de solo 16 años, pero con un poder en sus dominios que muy pocos se atreverían a contradecir. El Niño vive del dinero que le envían sus padres que trabajan en una ONG, en Brasil, y de las dádivas de licor de todo calibre que le traen los fugaces clientes: roqueros, pintores, artistas, universitarios, como Miguel, alumno de Finanzas de la USFQ, la más costosa, en la que pasa, como en vitrina, la beautiful people: la gente linda de Quito, Cumbayá y sus alrededores.

Está la novia  de El Niño, la Niña terror, de ojos celestes y pelo negro, plena de lujuria, solo vive para recibir las órdenes de su amado, en una casona de tres cubos, en la que cualquier sorpresa puede ocurrir a la vuelta de un sofá.

Los chicos sedientos de noche y placer no escapan al dulce infierno de la ‘perica’, la cual ha sido puesta en sutiles líneas en el mesón central del hogar.

La  Casa Blanca,  acaso uno de los capítulos más intensos, es una especie de edén derruido.

Al contrario de otros autores que intentan recrear a Quito  forjando  una ciudad imaginada, Andrade la describe, la reseña, la cuenta. Por eso, son tan familiares la Mobil de Cumbayá o   la Che Farina de  NN.UU. y Amazonas. 

El Cafecito de la Mariscal es  otro puerto bohemio, en el que Miguel decide quedarse una vez que deja toda una vida de éxito, impuesta por los padres que quieren que sea un hombre del sistema, un ‘man’ de mundo,  de casa, familia, auto y sueldazo. 

Quito respira, late a mil, el lector se mete en sus vericuetos del norte, en sus centros comerciales, en el valle de Cumbayá. Quito es un personaje cuya sombra cubre a todos, cuyas montañas asfixian, marcan límites físicos, pero no espirituales, porque Miguel ha dejado de ser el niño títere al que sus padres y la sociedad del buen  vivir quieren marcarle el destino, ante el  que él se revela.

La anécdota de la novela es clara, sencilla, sin aspavientos: los  amores juveniles, la soledad, los estudios, la música -Miguel admira a Ramones y odia a Bono; el cine como referente. Y todo contado con un lenguaje crudo, conciso, en el que abundan las ‘malas palabras’, pero  que encajan muy bien en la sintaxis de los personajes de papel y en su elocuente y a ratos cómico registro lingüístico.

El lenguaje se ve afectado por pocos lugares comunes -lágrimas en los ojos, almas desgarradas, etc. Pero la novela gana por irónica e irreverente, por la voz de Miguel, en plena persona, intensa, lujuriosa, vital.   

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