Una vez más el papa Francisco convoca, motiva y sorprende. Su visita a Israel tiene múltiples connotaciones. Una, la religiosa por ir a Jerusalén, ciudad triplemente santa para católicos, judíos y musulmanes. Y llega con un mensaje ecuménico y de comprensión a esa compleja diversidad que se respira en sus calles.
Francisco trae su voz de paz. Una urgencia en tiempos de tensiones políticas y diferencias insalvables es que los seres humanos aprendamos a convivir en armonía y respeto a las visiones de los otros.
Y en lo que interesa a una disputa intestina, bizantina y casi sin solución aparente, la convivencia de palestinos e israelitas fue centro de algunos de los enunciados pontificios. Lo hizo con su sencillez preclara, con su palabra diáfana, con la cortesía de un ser humilde que llama a la reflexión.
Nadie desconoce las dificultades espinosas de un tema tan delicado. Nadie debe desoír las razones de cada una de las partes. Se debe apreciar en su real dimensión los frutos y beneficios mutuos de una paz que cierre una herida abierta de odio y beligerancia que ha derramado sangre inocente.
Por eso es que la palabra del Santo Padre se siente como un bálsamo en medio del rigor del desierto de la vieja Palestina. Su voz conmovió, tanto que los líderes de Israel como Benjamín Netanyahu o Simon Peres acogieron el contenido y la buena voluntad expresada para tender puentes de paz y fraternidad.
En 1948 Ecuador en Naciones Unidas fue uno de los países que acogió e impulso la formación del Estado de Israel para que un pueblo errante tuviere una casa en su antigua heredad. Hoy, con esa misma convicción, la humanidad debe poner todos sus esfuerzos para que Palestina también tenga su espacio. Una frontera común admitida por ambas partes sin disputas es la primera puerta a una vecindad que puede llegar a ser pacífica.
El Santo Padre sabe que no solo con oraciones y palabras se logran las cosas, pero sin duda es un buen inicio para propiciar el dialogo y la reconciliación.