El amante en el armario

Edwin Alcarás. Desde Bogotá
ealcaras@elcomercio.com

Los armarios son lugares extraños. Sirven para guardar la apariencia de una persona, acogen las imágenes con las queremos que los demás nos recuerden. Pero también guardan aquellas que no queremos que nadie encuentre, esas prendas y objetos que nos representan íntimamente, los símbolos secretos de nuestro pasado.

Si alguien quisiera ejercer nuestra arqueología sentimental tendría que hurgar primero allí.

El armario de Jorge Janna, el último ex marido de Fanny Mickey, es un poco el armario de toda Colombia. Allí se guardan, en obsesivo orden, más de 200 cartas de su famosa amada, cientos de fotos, impresas y en negativos, que atestiguan su relación, decenas de recortes de prensa sobre las temporadas y las giras de la actriz.

Sería un buen caso para psicoanálisis, bromea. “Qué sé yo. Es como que quiero probar las verdades de mi vida. Una ratificación de lo que he logrado. Si a alguien se le ocurre  negar lo que yo he vivido, tengo pruebas de todo”.

El pasado es una falacia para Jorge Janna. El anticuario y marchante de arte que trabaja en medio del caos hirviente del Centro Histórico de Medellín, nunca se acostumbró a confiar en ese instrumento maleable y traicionero llamado memoria. Organizó su pasado con el mismo ánimo paciente y quisquilloso con el que arregló su pequeño local Santos y Regalos, en el Centro Comercial Villanueva, de esa ciudad.

Estamos sentados frente a dos cafés, él para matizar un (sabio) almuerzo ‘light’ y yo para engañar ese combate a muerte de carbohidratos que es la bandeja paisa. Habla con gestos poderosos y clava continuamente su mirada inquieta en su interlocutor para asegurarse de que le cree.

Además de anticuario y marchante de arte religioso, Janna es  el último marido y compañero  de la famosa actriz, creadora del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, el más grande del continente y uno los mayores orgullos culturales de Colombia, desde que se fundó en 1988.

Su duodécima edición, que se produce cada dos años, termina hoy.  Mikey es una de las divas más queridas en ese país. Mucho más querida después de su muerte, sucedida en agosto del 2008. Janna lleva ropa fina, oscura y ceñida, un arete con un mínimo diamante blanco en la oreja izquierda, una cadena de oro con un crucifijo y unos lentes de diseño colgados en la camisa.

Tiene la cabeza rapada y un candado que empieza a salpicarse de canas. A sus 56  años parece una mezcla entre diseñador de modas y personaje de una teleserie sobre la mafia.  Pidiendo excusas  educadamente, hace una pausa y llama al camarero con dos aplausos vigorosos. El café, que aún humea, le parece tibio.

Le molesta todo lo tibio.  Incluso lo que parezca tibio. Lo dice como si me quisiera convencer de alguna verdad. La vida es demasiado corta. Hay que actuar rápido y si ya escogiste un camino hay que andarlo sin regresar a ver. Nunca. Sin decirlo, Janna es un seguidor de Nietzsche, quien pensó que la vida era un sí o un no y luego una sola línea recta.

Así le pasó cuando se enamoró de Fanny Mikey. Era a principios de los ochenta,  ella tenía 55 años y él 27. Podía ser su madre. Pero era en realidad  una de las mujeres más deseadas del jet set colombiano. Nadie le pedía la cédula para admirarla y desearla.

A pesar del rígido desprecio de su padre y de las llorosas súplicas de su madre, el joven arquitecto se fue a vivir con esa señora que en Colombia era la primera. La primera en posar desnuda para una revista,  la primera en hablar abiertamente de sexo en los medios, la primera actriz que se fajó para formar y sostener un Teatro Nacional. Los cafés vienen de nuevo. Esta vez queman.

Él sonríe y saca de un bolso un grueso álbum encuadernado en cuerina roja. Allí tiene las fotocopias de las cartas de amor que la actriz le escribió en seis años de relación, entre 1981 y 1986. Son 200, dice, mientras abre su tesoro. 201, se corrige.

La última  la escribió luego de 22 años de estar separados. Apenas una posdata. Son solo cuatro líneas que impregnaron el papel como la música de un bolero. La muestra con un orgullo nuevo, como si se la hubieran dado ayer.  Dice: “Quien tiene tu amor./ Con amor./ Fanny Mikey”. Abajo, por las dudas, como para convencerse de que no fue solo un sueño, ella escribió: “10-5-2008”. Fue su última carta. Y también su despedida. Tres meses después murió en una clínica de Cali. Tenía casi 84 años.  Él dice que aún la ama.

 ***

Janna tiene un apartamento en la zona más privilegiada de Medellín llamada El Poblado. Lo comparte con Elías, su hijo de 13 años, y con la mascota de este, Tommy, un perro pincher. Las paredes están casi tapizadas con cuadros religiosos y de arte contemporáneo colombiano obsequiados por sus amigos.

Es una primera planta circundada por un generoso patio. Junto al dormitorio máster hay una pequeña mesa de trabajo atestada de revistas antiguas, marcadores, pedazos de arcilla y una paleta con óleos. En una esquina está arrumada una de las muchas esculturas que Janna hizo en honor de su primera, y última, esposa.

Son unas piernas de unos 2  metros de altura en posición inversa, hechas en fibra de vidrio pintadas de rojo. “Fanny  creía que tenía las mejores piernas de Colombia. No se equivocaba”.

Él es arquitecto por la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. A fines de los setenta ganó el Premio Nacional de Arquitectura de Colombia con el primer diseño de un conjunto habitacional ecológico, también diseñó  líneas  de joyas y expuso un par de veces en el Museo de Antioquia, en el Museo de Arte Contemporáneo  y en galerías de su ciudad.

Cuando terminó la carrera, su familia lo envió a España para que estudiara Diseño gráfico. Su formación coincidió con el fin del franquismo y el destape de la España católica y reprimida. Pocos años después viajó a Florencia. Estudió Diseño y alta joyería.

En el departamento hace calor y Tommy está a punto de volverse loco por la presencia de un extraño. Janna lo toma en brazos, lo acaricia, lo mima y lo llama a la calma. Sabe que Elías lo ama.

Aparte de Janna, Tommy es el único compañero de su hijo. Nunca, dice, ha sentido la necesidad de otra mujer. Con Fanny Mikey se le acabaron las ganas de una pareja.  Con ella nació y murió la figura de una esposa.  Punto. Su  silencio se impone.

Su clóset está lleno de decenas de trajes y chaquetas. Cerca de la puerta, casi al final, asoma, tímido, un traje de lino blanco. Es su prehistoria.  Cuando recién regresó de Europa, su vida era, como diría el poeta, “un festín donde corrían todos los vinos y donde se abrían todos los corazones”.

Se ligó a algunas modelos de la farándula provincial y a una que otra cantante de baladas.

Entonces acostumbraba a vestir claro, se abrochaba la camisa hasta la mitad del pecho y salía en incesante búsqueda de la noche.

Fue en una de esas cacerías tropicales cuando se encontró con ella. Fanny por entonces era una actriz renombrada en Bogotá pero casi una desconocida en la costa colombiana. La Escollera era el bar de moda en Cartagena de Indias a fines de 1980.

Un buen amigo suyo lo bautizó así como para prever, o conjurar, los escollos de la vida. Afuera las palmeras se ondulaban debajo de la noche como un presagio.

Janna entró -como por ese tiempo entraba en todos los lugares- saludando a  gritos, como si el mundo hubiese estado esperando su presencia para ponerse a girar. Desde un espacio mínimo al fondo del bar emergió una voz imperativa que mandó a callar al hombre. Le dijo que se callara o que se fuera. Janna, acostumbrado a ser el centro de atención, volvió la vista hacia la voz, dispuesto a contestar con un grito más poderoso o, quizá, con un cabezazo.

La voz era de    una mujer, un hermoso espécimen femenino, según constató el arquitecto, con una breve y esponjada melena roja y unos ojos de gato que brillaban con la luz baja del escenario.

Entonces comprendió lo incomprensible: supo que debía callarse.  Aquello era más fuerte que él. Se sentó en la barra, entre humillado y divertido. La obra iba sobre una mujer que cantaba tangos.  Se fue antes del fin.

Pocos días después la volvió a ver en la playa de Cartagena.

La arena tostada brillaba en la piel blanca de la actriz, tumbada sobre una toalla y acompañada de su hijo de unos 2  años.

La escena le ofrecía una curiosa ocasión de venganza. Se le acercó con su mejor sonrisa. Fanny Mikey  se subió las gafas de sol sobre la frente y se lo quedó mirando por un instante.

Él usaba una mínima tanga negra. Ella no lo reconoció así que tuvo que presentarse: “Soy el que hiciste callar la otra noche en La Escollera”. Solo entonces ella le sonrió. Luego le vino una carcajada dulce y avergonzada, como si recordara una remota travesura de adolescencia. Lo invitó a sentarse y le presentó al niño.
 Él dice que conversaron cinco horas seguidas, hasta que empezó a caer la noche.
De pronto, la mujer  le preguntó si tenía tiempo. A él lo que sobraba era tiempo.  La mujer  dejó al niño con una amiga y lo invitó a pasar por el departamento que alquilaba en la playa.
 Jorge Janna   fue con la idea, entre feliz y lujuriosa, de ejecutar su venganza.
    ***
 ¿Por qué me cuenta esto a mí? Han pasado casi dos años de la muerte de Mikey y no ha mostrado sus archivos a la prensa colombiana. Ni siquiera a la única amiga periodista que tiene, Graciela Torres, conocida como la ‘Negra Candela’ en la radio RCN, le ha dejado hojear esas cartas.
También ha tenido que enfrentar a los antiguos amigos  de la diva entre los que es persona non grata. Los seis años que vivió con la actriz fueron de intensos conflictos entre el esposo y esas amistades. Para él, ellos le robaban y abusaban de la actriz. Para ellos, dice John Jairo Rangel, el maquillista de  Mikey, Janna era un amargado que le juraba fidelidad mientras la traicionaba a cada paso.
 ¿Por qué decidió abrir su tesoro a un periodista ecuatoriano de paso en Bogotá en busca de una historia? Precisamente por eso, me contesta muy serio. Quiere que su historia traspase las fronteras de su país y que su amor se conozca fuera de Colombia.
No fue fácil convencerlo. Lo ubiqué tras varias  llamadas de ayuda a colegas de Cali, que me dieron su número. Cuando finalmente me contestó y le propuse conversar, me pidió mi nombre, el nombre del Diario para el que trabajo y la página web. Me dijo que lo llamara en una hora más. Sin otra opción, sin otra historia en el bolsillo, volví a marcarle. Solo entonces aceptó.
Creo que de todas formas no contestó la pregunta de por qué decidió confiarme a mí esta historia. Creo que tampoco  lo sé.

Luego de hablar 12 horas seguidas con él, y de hablar con algunos de sus amigos y enemigos, me arriesgo a creerle.

***

Janna no es hombre al  que silencien los pudores.   Su memoria también detesta lo tibio. Su pequeño local de arte religioso se parece a un confesionario. Luego de pedir café por teléfono a un local vecino, y de pedir que el café esté como para pelar diablos, cuenta en voz baja que nunca hizo el amor como en esa primera  noche. Mientras va pintando escenas que harían sonrojar al San Miguel Arcángel que parece custodiarnos desde uno de los estantes, varios clientes entran a buscar sendos encargos para adornar iglesias o altares de uso personal.
Los atiende como si se tratara de gente que buscara alguna plaza o alguna esquina y los despacha con serena amabilidad.
San Miguel parece inclinarse más sobre su espada cuando Janna me cuenta algunos detalles vouyeristas de ese primer encuentro con su amada.  Da pinceladas de color, hace pausas dramáticas, se remansa en cavilaciones, incluso refiere las conversaciones de los entretiempos. ¿De qué hablaban?, aventuro,  para seguir provocando su memoria. Pregunta tonta. Hablaban de lo que se habla en esos casos: “Queríamos contarnos todo lo que habíamos hecho antes de esa noche. Era como seguir haciendo el amor pero con nuestros recuerdos”.
Su armario está en  su cuarto. Ocupa una pared de 3  m por  1,5 m  de profundidad. Está adosado al frente del baño. Desde el piso se alzan dos hileras de cajones sobre los cuales se extiende  un cartón que antes debió haber contenido un sintetizador. Ahí están los recortes de prensa sobre Fanny. 
Apoyadas contra la pared  hay cuatro fundas  con  las fotos y las cartas de amor. Debajo del cartón hay dos álbumes grandes encuadernados en cuerina roja. Allí se registran los documentos y los artículos que se hicieron sobre las exposiciones del arquitecto.  Es un bastión de la memoria y, en efecto, sí  debe ser un caso interesante para el psicoanálisis.

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