Siempre he sentido una especie de fascinación por el escritor Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994). Todavía no he decidido, sin embargo, en qué consiste esa atracción y cuál de sus aspectos es al final del día el más sugestivo. Quizá sea su aspecto de intrínseca debilidad: el raquitismo que se desprende de sus fotografías en blanco y negro, en las que el cuentista está casi siempre asegurando un humeante pitillo, positivamente incómodo de ser retratado y procurando huir de la imagen. O talvez el Ribeyro de estampa quebradiza, con la cara demacrada y afilada, tímido irrevocable, siempre enfermo y ajeno a cualquier moda o tendencia literaria. Medianamente famoso, muy a su pesar. A veces me quedo con el Ribeyro de los personajes derrotados con anticipación y sin consuelo, frustrados y arruinados, solitarios a más no poder. Aquel Ribeyro inventor y narrador del niño miraflorino que cree descubrir un mundo nuevo e inescrutable en las terrazas de su casa (“A los 10 años yo era el monarca de los azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos”). Y también, claro, y sobre todo, el Ribeyro cronista predilecto del declive: “Me consolé pensando que sólo tenían derecho a la decadencia quienes habían conocido el esplendor”. Es que este cuentista peruano, extraño a los ‘booms’ de cualquier índole, naturalmente reacio a la notoriedad, a cualquier reconocimiento o mérito, resulta estar emparentado con Chéjov, Maupassant y Fonseca, maestros reconocidos del cuento corrosivo y cáustico y con virtuosos de la memoria, como Nabokov o Chateaubriand. ¿Qué me dicen del Ribeyro depresivo y sombrío de sus apesadumbrados diarios? “No regresar, bajo pena del peor de los castigos, ni a la mujer que quisimos en nuestra juventud ni a la ciudad donde fuimos felices.” ¿O del Ribeyro íntimo, que se guiña el ojo a sí mismo? “Escuchando música de Cimarosa y Manfredini con mi impecable pantalón de ‘velours beige’ y mi fina chompa italiana de angora, me paseo osunamente en mi escritorio en esta fría mañana otoñal, como un dandy casero, diletante y aburrido”. O, de pronto, el Ribeyro que lucha con los recuerdos de su padre, muerto cuando el escritor era adolescente: “Reconozco que era colérico, soberbio, autoritario, desdeñoso… Pero todo aquello pesa poco en la balanza, al lado de su inteligencia diamantina, de su saber, de su coraje, de su independencia de juicio, de su ironía que por momentos llegaba a ser sarcasmo, de su humor y dones histriónicos, de su elegante manera de expresarse…” Es, damas y caballeros, la tentación o el aguijón de Ribeyro, tentación que nunca se va, que aparece con frecuencia en las noches de angustioso desvelo.