Arcadio Hernández, de 78 años, perdió su casa en el terremoto, pernocta en un refugio. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO
De lo que fue su casa queda poco. Régulo Bazurto lo perdió casi todo con el terremoto del 16 de abril. Sin embargo, el manabita (86) se niega a dejar la tierra que ha sido su casa durante los últimos 45 años: Estero Seco, un recinto ubicado a unos 20 minutos de Jama. Ahora, vive en un refugio comunitario junto a otras 15 personas.
Son las 10:30 y un camión de las FF.AA. se estaciona al frente del refugio. Lleva agua para consumo humano y las personas se aglomeran en cuestión de segundos. Bazurto alcanza a tomar cuatro botellas grandes. Y se las lleva a su casa, aunque ni siquiera puede entrar en ella para almacenarlas.
Camina con dificultad, con una botella en cada mano. Las otras dos las lleva un voluntario, quien le pregunta por qué llevar el líquido al inmueble destruido si él no está viviendo ahí. “Esa es mi casa, dónde más lo voy a poner”, responde.
Régulo Bazurto es viudo desde hace 40 años. Vivía solo en ese lugar; aunque su fe le hace decir que vive “con el Señor”. Su condición de vulnerabilidad tiene un agravante. Sufre de parálisis facial: el lado izquierdo de su rostro está inmóvil. Sus medicinas están bajo lo que fue su casa y ya ha pasado nueve días sin tomarlas. Guarda la esperanza de que una de sus hijas, quien vive en Quito, envíe una nueva dotación.
Aunque por el refugio han pasado brigadas médicas, él no ha sido revisado. “Es que justo no estaba”, dice. Pero al pasar los minutos acepta, con un grado de picardía revelado por sus ojos, “los doctores le descubren cosas nuevas a uno y ahí lo llenan de pastillas”.
En el mismo refugio vive Erlinda Bazurto, hermana de Régulo. Tiene 84 años. La mujer permanece sentada. Sufre de hipertensión y tiene várices. Su nieta, Aidé Molina le realiza masajes en una de sus piernas. Esa extremidad luce hinchada, como si las venas hubiesen crecido sin control. Ella sí recibió atención y está medicada.
Roberto Gilse, médico y director del Centro de Salud de Jama, comenta que la atención a las personas de este grupo etario se basa sobre todo en la salud mental, “presentan crisis de ansiedad”. Además, tratan de estabilizarlos por enfermedades crónicas propias de la edad, como la diabetes y la hipertensión.
Arcadio Hernández, habitante de Rambuche, sufre de la segunda patología. Tiene 78 años y hace 14 sufrió una parálisis corporal. Junto con su esposa, Aura Loor -de 63- duermen en una carpa. Su casa se destruyó completamente.
Las personas con estas enfermedades requieren cuidados médicos y alimenticios distintos. Sin embargo, hoy se acoplan a las necesidades. Además -dice Molina- acá nunca ha habido para darles cosas diferentes.
En el área psicológica, el Centro de Jama cuenta con tres profesionales: un psicólogo clínico de planta y otros dos voluntarios. Ellos pasan la mayor parte del tiempo en la calle, brindando primeros auxilios psicológicos. Esto consiste en estabilizar a los pacientes, bajar el nivel de ansiedad y ayudar para que acepten su realidad. Una vez que esto pase podrá empezar con una intervención a profundidad.
En el sector de Estero Seco, Régulo Bazurto -84 años- perdió su casa con el sismo. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO
El Centro de Salud de Jama, desde el día del terremoto, ha atendido a unos 128 adultos mayores, de un total de 700 emergencias evacuadas en esa casa asistencial.
Los daños psicológicos son un reflejo claro en Segundo Valencia. Tiene 88 años, hace un año sufrió dos preinfartos. El sábado 16 pudo quedar debajo de un pila de escombros; pero sus hijos lo salvaron. Ayer (26 de abril), caminaba con ayuda de su bastón por su Jama… devastada. No pronuncia ni una sola palabra.
Emperatriz Intriago, de 72 años, por el contrario, habla mucho. Y lo hace acerca de la palabra de Dios. Toma este fenómeno natural como un aviso sobrenatural para las personas que han creado un vínculo amplio con las cosas materiales.
La casa en la que Emperatriz vivía con su esposo Francisco Dueñas (86 años), un profesor retirado, no se cayó pero tiene daños estructurales muy graves. Los adultos mayores tomaron la decisión de una demolición voluntaria.
Ahora, pasan sus mañanas buscando cosas aún útiles dentro del inmueble. Cuando pase la destrucción, improvisarán una carpa en el terreno y esperarán la ayuda gubernamental para reconstruirla.
“Es el trabajo de toda mi vida. La construí para que cuando me muera me puedan velar ahí. Ahora no sé ni donde voy a morir”, dice Dueñas mientras desvía la mirada y disimula las lágrimas.
En Bahía de Caráquez hay adultos mayores que continúan trabajando. Carlos Estrada es conserje del edificio Arroyito, ubicado frente al Paseo Roberto, en el malecón de la ciudad. La infraestructura del inmueble está afectada. Pero el manabita de 78 años no se despega del lugar. Junto a otros 15 conserjes, cuatro de ellos adultos mayores, han armado un campamento al frente de los edificios más afectados.
Los dueños les solicitaron que permanecieran en ese lugar hasta que las aseguradoras se decidan entre la demolición o la reparación. Estrada es soltero y vivía en la planta baja de ese edificio. Se ha quedado sin nada; hoy por hoy, vive de las donaciones y espera que su jefe -quien tiene edificios en otras localidades- lo reubique en alguno de esos lugares. Preferiría viajar a la Sierra. “Aunque estoy sano, a mi edad es difícil estar corriendo por los terremotos. Ya lo pasé en los 90 y ahora otra vez”, dice.
En contexto
Según los resultados del Censo del INEC, del 2010, en Manabí habitaban 82 360 adultos mayores, que representaban al 6% de la población total de la provincia. Los cantones 24 de Mayo y Jipijapa registraron el promedio más alto de edad.