El acuartelamiento, un imán para más jóvenes

El jueves, en el Fuerte Militar Atahualpa, de Machachi, 451 conscriptos hacían fila en el comedor para almorzar y continuar con su instrucción. Foto: Armando Prado /EL COMERCIO

El jueves, en el Fuerte Militar Atahualpa, de Machachi, 451 conscriptos hacían fila en el comedor para almorzar y continuar con su instrucción. Foto: Armando Prado /EL COMERCIO

La marcha es descoordinada. Unos van más rápido que otros o levantan las piernas más que el resto. El instructor grita, una y otra vez: “Iguálense, vista al frente, el pie izquierdo es su compás...”. Son los conscriptos que apenas llevan una semana en el Fuerte Atahualpa, un recinto militar en Machachi.

Llegaron a ese cuartel el sábado 4, luego de aprobar los exámenes médicos. Solo ahí están 451 jóvenes; pero cada año entran hasta 15 000 en el todo país. Hay tres llamados.

El jueves hacía frío en Machachi. A las 12:30, todos estaban en el patio de adoquín y formaron una figura cuadrada.

Al frente están los instructores y los ejercicios iniciales se repiten hasta que salgan bien: se enumeran, marchan y por primera vez cantan en coro al soldado y a las FF.AA. Y se paran firmes, con las yemas de los dedos sobre las piernas.

Por ahora, solo sus chompas son verde camuflaje. Los pantalones son de colores. Unos visten jean, otros calentadores rojos y negros y zapatillas.

En una hora, seis peluqueras los dejaron con corte cadete y sus rostros muestran edades de apenas entre 18 y 20 años.
Son chicos de El Oro, Tungurahua, Los Ríos, Santo Domingo de los Tsáchilas, Pichincha...

Joao Cabrera es de Manabí. Vivía en Manta y tras el terremoto se quedó sin casa. El restaurante en donde trabajaba vendiendo jugos de naranja también se destruyó. Se quedó sin nada y por eso llegó a Quito y se acuarteló. El jueves, cuando habló de su mamá, se quedó en silencio por unos segundos y recordó que no pudo despedirse de ella. Solo le llamó al celular y le pidió la bendición.

En su pelotón también está Rubén Molina, quien fue al Fuerte Militar en El Pintado (sur de Quito) con su madre y su hermana. Allí entró al cuartel, su mamá le dio un rosario blanco y se despidió. “Me siento privilegiado de estar aquí”.

No todos pudieron ingresar, pues hubo una fuerte demanda. En Guayaquil, 3 000 aspirantes durmieron en los alrededores de la Junta de Calificación, en La Atarazana, a la espera de que se abran las puertas. Pero en esta semana se conoció que 1 200 personas
de esa ciudad, de Quito y de Santo Domingo de Los Tsáchi­las no pudieron enrolarse.

Hasta el 2007 la situación era diferente, porque acuartelarse era obligatorio. Los militares salían a las calles, a eventos públicos, parques, buses y los reclutaban por un año.

Eso cambió en el 2008, el Gobierno ordenó que el ingreso sea voluntario y seis años después el tiempo de permanencia bajó a seis meses.

¿Por qué más jóvenes quieren acuartelarse? Hernán Pontón, director de Movilización, tiene una explicación: por el corto tiempo. “Antes, cuando era un año de servicio, los jóvenes no querían porque perdían oportunidades de ir a la universidad o de trabajar”.
Desde el 2014, la capacitación también varió. Si antes los preparaban en panadería, carpintería o mecánica, ahora aprenden materias de seguridad, defensa del territorio y gestión de riesgos.
Incluso, el 45% sigue la vida militar como oficiales o personal de tropa.

En el patio de adoquín, los reclutados saben de los nuevos beneficios. Jonathan Véliz apenas tiene 19 años y quiere ser militar de carrera. Nació en Buena Fe, un cantón de Los Ríos, pero vive en Ambato y se presentó en Latacunga.

Antes de ingresar trabajaba como ayudante en un bus.
Gonzalo Aguilar se dedicaba a la construcción. Cuando las obras se terminaban iba a la cerrajería. Solo tiene 18 años. Es de El Oro, pero viajó en bus para presentarse en Latacunga, en donde vive su mamá. “No ganaba ni el básico, pero quiero mejorar mi situación”.

Ahora se está acostumbrado a levantarse a las 05:00, a tender la cama, limpiar el dormitorio y los baños y asearse en 30 minutos. A las 05:30 ya está en la primera formación del día.

Otra vez se enumeran, se cuadran y marchan. El desayuno está listo en el amplio comedor, con más de 500 puestos.

Allí aparecen otros conscriptos que ya llevan cuatro meses. Ellos ya visten todo el uniforme camuflaje. El Ejército les da la ropa y las botas negras para los seis meses.

El comedor se vuelve a llenar en el almuerzo. Decenas de conscriptos hacen fila con bandeja en mano. Ese jueves, 9 de junio, se sirvieron sancocho, arroz con pescado, limonada y pan de dulce como postre.

Todo lo costea el Estado. De hecho, para mantener a cada uno el país destina al menos USD 1 300 por toda la formación. Eso incluye transporte, municiones que usarán, etc.

Para el rancho les entregan USD 90 mensuales. Además, les dan un aporte para sus necesidades. Con eso, Joao comprará lo que le haga falta, pues sus parientes están en Manta y hoy no llegarán a la primera visita...

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