Eran las 3, 4 de la mañana. Trabajábamos. Y, de pronto, Jaime quien, entre otras cosas, vende equipos de música de alta fidelidad, dijo que los vinilos no solo estaban de vuelta, sino también que era mucho mejor escuchar música desde un vinilo que desde un CD. Y para qué hablar de un MP3. “Basta saber que los parlantes siguen siendo análogos”, dijo Jaime. Luego hablamos de los pro y contras de cada sistema: de lo que escucha y no escucha un oído humano, de qué es lo que más se puede rayar, de la información que contiene cada surco en el acetato, de lo caro que puede costar un tocadiscos en el siglo XXI. Luego me dio sueño y me fui a acostar.
Sergio Paz
Columnista
Colabora para El Mercurio, lleva dos libros publicados, su hit Santiago Bizarro y ahora último Larga vida, y viene otro en camino sobre el arquitecto Kulczewski, que prepara junto a Alberto Fuguet.
El Mercurio, Chile, GDAPero el tema, no ha parado de dar vueltas en mi cabeza. ¿Por qué uno, cuando tenía vinilos, escuchaba música de un modo distinto? No me refiero a ese característico brillo, propio de todos los discos.
Me refiero a la ceremonia de escuchar: de sentarte y escuchar. De saber que no sólo tenías en tus manos algo especial, sino que incluso tenías a Morrison, a Depeche, ahí mismo: en tu pieza, en el living, en la discoteca.
No es añoranza de viejo decir que la era digital desde los 90 en adelante mató la música. No fue la piratería. Al menos algo en uno murió. ¿El sentido de la sorpresa? ¿El tiempo que uno se daba para abrir y escuchar? ¿El sentido de pertenencia? ¿Y de colección?
Supongo que a todos nos pasa lo mismo: de pronto fue tan fácil conseguir música que la música perdió su sentido, su valor. Obviamente ganamos en que todo se hizo más simple, más fácil, más directo, pero también más rutinario e intrascendente. No me van a decir que no: ahora uno aprieta play y, antes de que termine la canción, ya le has hecho skipping. Total ¿importa? ¿Escuchaste esto?, dices. ¿Y esto y esto y esto? Ahora, una cosa es cierta, el gran tema que late detrás de todo esto es que al perder la música perdimos la vida. OK: es una tontera resumir así el cuento. Aunque ni tanto tampoco. Supongo, insisto, que a todos nos pasa lo mismo.