Se me parte el alma cuando por las mañanas, especialmente a comienzo de la semana, veo a tantos jóvenes (y no tan jóvenes) esperando en el Parque Central de Loja a que alguien les dé trabajo. Entre otros, la falta de empleo es un índice de que las cosas no van tan bien. En el tema de la crisis económica ocurre como con el cuento del lobo, que hasta que no le vemos las orejas no le prestamos atención.
En el país hemos vivido, al amparo del petróleo y de los emigrantes, un tiempo de bonanza económica, mal repartida y administrada. La liquidez, los beneficios, el gasto público y la felicidad que da el consumo a los que pueden llenar el carrito de la compra,… nos han impedido ver el bosque. Nos hemos comido las vacas gordas y vuelven a aparecer las vacas flacas, siempre presentes detrás de la tapia de los gestos y de los discursos políticos: tantos pobres que viven un calvario. Parados de larga duración, trabajadores de economías sumergidas eternas, salarios de miseria frente al costo de la canasta familiar, jóvenes que necesariamente tienen que dejar su terruño, familias rotas por una emigración que nos devuelve a las personas después de haberlas utilizado en función de los intereses del mercado…
Como siempre, las responsabilidades están muy repartidas, pero las peores consecuencias recaen, una vez más, sobre los de siempre, los más empobrecidos que, a pesar del bono, seguirán siendo pobres de por vida. En algunos casos bien está el bono. Seguro que para muchas familias ha sido y es un inmenso alivio, pero lo que los pobres necesitan es trabajo, inversión, capacitación y políticas concertadas de largo alcance. Y, por supuesto, una profunda justicia social que garantice el desarrollo integral de la persona y el bien común.
Bueno sería que los responsables de nuestras políticas tuvieran la humildad y el acierto de leer el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia y la última encíclica del Santo Padre “Cáritas in Veritate”. Más allá de soluciones técnicas, encontrarían infinitas luces a favor de la dignidad del ser humano y de la ética que debe regir toda economía.
Todos necesitamos tener claro que la persona de carne y hueso es más importante que el poder, los beneficios, las cifras macroeconómicas y los sueños de grandeza.
El trabajo es un derecho de toda persona. Y los salarios y las condiciones de trabajo han de permitir una vida y unas condiciones dignas para el desarrollo de la vida personal y familiar. Conviene no olvidarlo cuando el runrún de la revolución se va convirtiendo en estribillo…
Se corre el peligro de que los pobres se vuelvan invisibles, ellos, que son los que más duramente sufren las contradicciones del sistema y los efectos de la crisis.